El arroyo

 

Ayer me vino a la memoria nuestro amigo Jose. No José. Jose. El año pasado fuimos Yolanda y yo a verle a su casa, en el pueblo, donde procura pasar todos los fines de semana que puede con Carmen, su mujer. Le encontramos en la parte trasera de la casa, donde tenía un huerto de considerables dimensiones, azadón en mano, peleándose con lo que parecía un reguero de agua descontrolado. Le oímos jurar en arameo y cuando nos vio, con esa sonrisa sincera y feliz que siempre le ilumina la cara, nos pidió esperarle un momento en la casa. Desde la ventana de la cocina le vimos trastear con unas piedras y unos plásticos que, rápidamente, devolvieron toda aquella agua a lo que debía ser su cauce natural.

Al poco tiempo se reunía con Carmen, nosotros y una buena tabla de queso, chorizo y pan cateto. Perfecto aperitivo para acompañar el tinto que habíamos traído.

“Te veo algo alterado,  Jose – comentó Yolanda – Siempre se te ve contento en el huerto o, por lo menos, siempre que hemos venido y estabas arreglándolo. Pero hoy ¡vaya cabreo que tenías!”

“Pues lleva así toda la santa semana… – dijo Carmen mientras miraba al techo, negaba ligeramente con la cabeza y medio suspiraba intentando encontrar en la lámpara la paciencia que parecía se le estaba acabando con aquel tema – Se ha empeñado en remodelar todo el huerto y…”

“No es eso, cielo – le interrumpió Jose – Veréis”

Dejando la copa de vino en la mesa se levantó, salió de la cocina y, mientras intercambiábamos algunas miradas, medio divertidas, medio curiosas, volvió con unos papeles en la mano. Extendió uno de ellos sobre la mesa mientras Carmen retiraba la tabla, ya vacía, y nos compensaba rellenando las maltrechas copas con nuevo vino. Lo que nos mostraba Jose era, a primera vista, un plano del huerto, hecho, con mucho cariño, por un nada avezado dibujante, tal que nuestro amigo.

“Como sabéis – retomó la conversación Jose – el huerto es muy grande. Hasta ahora, entre los dos, nos apañábamos bien con él. A los dos nos encanta y le tenemos un cariño muy especial – y, tras reclinarse en la silla y lanzar un hondo suspiro, continuó – Sin embargo, aunque demanda el mismo cuidado que antes, nosotros ya no estamos para los mismos trotes y hemos pensado que sería buena idea reducir su dimensión a la mitad de lo que es hoy. Además, aún con ese tamaño, seguirá dándonos nuestras buenas hortalizas.”

“Más de las que consumimos – metió baza Carmen – así que seguiréis llevándoos buenas cajas, bien surtidas, como la que os tengo preparada… “- compartiendo con nosotros una mirada cómplice de felicidad mientras Jose sonreía.

“Bueno, a lo que íbamos – dijo Jose, llamando nuestra atención con un par de golpecitos sobre el mapa, y anunció, con cierta fingida solemnidad – Hemos decidido, pues, hacer un jardín que ocupe la mitad del huerto. Con unos parterres de flores, plantas aromáticas y un poco de césped, aprovechando el agua que nos cae y el que pasa por el terreno.”

“Yo quiero poner un pequeño velador, para aprovechar los días de calor, y bajar un poco la valla del sur, para ver el valle y la montaña. Además, nos da que Almudena y compañía no tardarán en comenzar a dejarnos a los niños y necesitarán espacio para jugar y correr” – sentenciaron los ojos de Carmen con un hermoso brillo.

“Pues parece una muy buena idea – dije mientras alzaba la copa – ¡Brindo por el nuevo jardín y por que lo disfrutéis muchísimo! Pero sin olvidaros del huerto, que nosotros necesitamos calabacines, cebollas, puerros, tomates…” – solté mientras brindábamos echándonos una risa.

“Pero ¿lo vas a hacer tú? ¿Sólo? – preguntó Yolanda, no sin cierta preocupación – Lo digo porque te vas a dar una paliza.”

“No, no. – contestó Jose – Ni loco. Contrataré unos peones que me ayuden y hagan la tarea más pesada. Pero, antes, quiero dejar trazado el nuevo curso del agua.”

Jose, entonces, señaló el plano, en el que podía verse con claridad como el pequeño arroyo que llegaba desde la ladera norte, transcurría por la parcela, hacia el sur, recortando el terreno con una pronunciada curva, a mitad de camino, para retomar la misma dirección unos metros más adelante.

“Hasta ahora – prosiguió Jose – este minimeandro en el centro de la parcela pasaba casi desapercibido. Incluso, pensándolo ahora, venía bien para llevar más caudal a esta zona – dijo señalando la zona este de la parcela – Pero ahora quiero cambiar su cauce, eliminar la curva y hacer que el arroyo baje en línea recta porque, así, divide la parcela en dos. La de la derecha seguirá siendo el huerto. Un poquito más de la mitad. La izquierda, el jardín – explicaba con indicaciones sobre el plano – y aquí un pequeño paso de una orilla a otra…”

“Pues pinta muy bien – dijo Yolanda – seguro que os queda genial.”

“Ya, pero tengo un problema…” – dijo Jose mientras miraba sobre el hombro de Carmen, hacia el huerto, con los ojos entornados.

“Que, a este paso, va a acabar contigo… – exclamó Carmen – O al menos con tu sentido del humor y con la alegría con la que nos pusimos con el proyecto… De hecho – reafirmó – a mí ya empieza a no apetecerme…”

“¡Pero bueno! – exclamé – ¿Qué pasa?”

“Pues que no puedo con el maldito arroyo – refunfuñó nuestro amigo – Llevo una semana partiéndome la cara con él. Es más tozudo que una mula… – iba subiendo la voz y apretando los puños – pero va a aprender que, para terco, ¡yo!”

“Espera Jose – interrumpió con cariño Yolanda – un momento. – Y, tomándole una mano entre las suyas, le dijo – Calma, respira…”

“No te lo tomes así,  Jose – apoyé – Quizás debas verlo desde otra perspectiva, o cambar el diseño… Veo que, si no lo haces, te dejarás la vida o el bolsillo.”

“Mira – comenzó Yolanda suavemente mientras me hacía un gesto claro para que le dejara a ella – Jose, si tú quieres cambiar el curso del agua, me parece bien, pero ten en cuenta que, a lo mejor, no puedes hacerlo y…”

“¿Cómo que no puedo?” – interrumpió Jose mientras miraba a Yolanda con cara de asombro

“Bueno, bueno, seguro que puedes. Ese no es el tema, Jose – continuó Yolanda con dulzura – El tema es que, quizás, puedas ver el arroyo y el huerto y tu jardín desde otra perspectiva e, igual, hay que dejar que el arroyo fluya… A lo mejor, si piensas en otras alternativas… No sé. Lo importante es que el arroyo no presida tu vida, te quite el humor, te haga daño…”

“En cualquier caso – metí baza – no te desesperes demasiado. – Y volviendo me a nuestra amiga dije – Carmen, no le dejes, que no se obceque. Seguro que hagáis lo que hagáis os saldrá genial, como siempre, y precioso.”

Cambiamos de tercio y charlamos de nuestras cosas, de los chicos, de nuestros pequeños proyectos. El pequeño nubarrón había pasado, aunque Jose, de tanto en tanto, miraba el huerto, casi furtivamente, por encima de nuestros hombros.

Después de aquel día pasó tiempo sin volver por casa de Carmen y Jose. Nos vimos dos o tres veces, en nuestra casa o en la calle, pero, la verdad, es que el tema del huerto no volvió a salir. Quizás porque Carmen no quería volver a él o porque Jose no lo quería compartir. Así que, con respeto, nosotros tampoco tocábamos el tema. Y con el paso de las semanas, cayó en el olvido. Llegó el otoño, luego el mal tiempo y no fue hasta entrada la primavera que volvimos a visitarles en su casita en el campo.

“¿Qué habrá pasado con el huerto? ¿Habrán terminado el jardín? Tengo curiosidad y ganas de ver cómo les ha quedado – Comentó Yolanda mientras subíamos por la serpenteante carretera que nos llevaba a la parte más alta de la Axarquía.”

“Supongo que estará terminado. Jose habrá convencido al arroyo, que habrá cambiado de curso a base de azadón y hormigón…” – señalé sonriendo.

Al llegar, como mandan los cánones, el aperitivo estaba esperando nuestro vino y, después de saludos, besos y abrazos, nos disponíamos a dar cuenta del mismo cuando, ya sin poder contenerme, pregunté.

“¿Y el huerto? ¿Ya tenéis jardín?”

“¿Lo dudabas? – preguntó ufano nuestro amigo – Lo terminé hace un par de semanas…”

“La verdad es que ha quedado precioso – acompañó Carmen – Coged las cosas y salgamos a tomar el aperitivo. ¡Ya tengo mi velador y mis vistas al valle! Ya veréis…”

Al salir nos quedamos boquiabiertos. Era impresionante. Un pequeño paraíso de color y luz se extendía fundiéndose, allí abajo, con los ordenados surcos de un resplandeciente huerto. La linde izquierda del jardín estaba recorrida por decenas de verdes tuyas y, sobre un bello pasto se alzaban juguetones macizos, aquí y allá, de espliego, margaritas, petunias… surcadas por una vereda que, en un par de curvas, te asomaba a un puentecillo de madera con un pasamanos, todo blanco, del que colgaban tiestecillos repletos unos de campanillas, otros de begonias. Junto al arroyo, hierbabuena y en la parte más alejada, romero y tomillo jugaban al sol con plantas de áloe vera. Era un festival de colores y olores. Magnífico.

Y al otro lado del arroyo, el huerto permanecía, como siempre, en todo su esplendor, poniendo un toque de contrapunto perfecto a la exuberancia del jardín, desde sus ordenadas hileras de tomateras, lechugas, pepinos, calabazas, puerros… y una interminable lista de verduras.

Al principio, impactados por el profundo cambio que había dado el huerto, por la belleza del jardín y por la presencia de aquel coqueto puente, no nos dimos cuenta. Pero, al rato, casi a la vez, Yolanda y yo buscamos el curso del arroyo con la mirada… y apenas se distinguía. Al fijarnos mejor, pudimos distinguir su cauce, tan caprichoso y curvilíneo, que permitía, recíprocamente, al jardín penetrar en el huerto y al huerto en el jardín, en un bello abrazo. Caímos entonces en que parte importante del encanto del lugar radicaba en ese abrazo, lleno de movimiento. Jose había dejado fluir el arroyo.

Después de llenar los agradecidos oídos de nuestros amigos de todo tipo de sinceros halagos y de cariñosas enhorabuenas, nos dispusimos, todavía embelesados, a dar cuenta del aperitivo en el precioso velador que habían situado a media pendiente, a escasos metros del agua.

“Hiciste las paces con el arroyo, ¿eh? “– dije mientras brindábamos por el buen fin de aquel proyecto.

“Bueno… la verdad es que le costó – contestó Carmen en lugar de Jose, esbozando una sonrisa – pero al final se rindió…”

“No, no me rendí – intervino nuestro amigo y, con suavidad, continuó tras dar un sorbo a su copa de vino – No me rendí. Finalmente entendí que no se trataba de ninguna batalla, que no había dos partes en contienda. Que el arroyo solo es lo que es, producto de su naturaleza, de las leyes físicas y del capricho del terreno. Que, en definitiva, discurre solo por donde debe discurrir.”

“Así es” – dijo con cariño Yolanda

“Recordé entonces – continuó Jose mirándola – lo que dijiste sobre una nueva perspectiva, pero, especialmente, que el arroyo no presidiera mi vida. Entonces caí en la cuenta de que su curso era todo lo que me ocupaba. Cómo cambiarlo. Pasaba el tiempo ideando formas de cómo hacerlo, confeccionando presupuestos, investigando materiales, buscando en internet… Pensaba “si al preparar el huerto hace años hubiera hecho…”, “si el arroyo trajera menos agua…” Entonces, un día me di cuenta de que me estaba perdiendo lo mejor del proyecto: ir al vivero con Carmen y elegir las plantas, diseñar con ella los parterres, pensar donde el sol sacaría el mejor aroma del romero, buscar en internet modelos de puentes y veladores… Me estaba perdiendo lo más bonito por no aceptar que el arroyo es, simplemente, un arroyo que solo hace lo que sabe hacer.”

Yolanda y yo intercambiamos una mirada y, a continuación, con Carmen, mientras que Jose, mirando el arroyo, casi con ternura, siguió hablando.

“Y poco a poco, la idea de que, quizás, aceptando que no podía cambiar su curso, pudiera aprovecharlo para un nuevo diseño, comenzó a hacerse un hueco en mí. Y, comentándolo con Carmen, comencé a abrirme a otras alternativas. Y, a partir de ese momento, surgieron ideas, diseños y, juntos, disfrutamos cada momento.”

A Carmen le brillaban los ojos mientras tomaba de la mano a su chico. Se veía claramente que estaba rememorando los retazos del relato de Jose. Yolanda y yo continuábamos pendientes de nuestro amigo, mirando ahora el jardín, ahora el huerto, ahora a él. Cruzando nuestras miradas con una sonrisa cómplice. Tras tomar un trocito de queso y un trago de vino, Jose continuó.

“No es fácil de explicar, pero es como si, de pronto, me hubiera quitado un peso de encima. Ya no importaba el curso del arroyo. De hecho, comencé a apreciar las ventajas que tenía el cauce tal y como era. Una tarde, al caer el sol, Carmen dijo que las curvas le parecían bonitas, que es como si el huerto se moviera al ritmo del agua y hablara en susurros a los pájaros que despedían al sol con sus cantos de atardecer. Y entonces entendí que el jardín no debía ser una parte de la parcela, distinto al huerto, sino que era el propio huerto transformado, surcado, como siempre, por el arroyo. – Y con un gesto de la mano que parecía abarcar el mundo entero, mientras se le iluminaba el rostro con una de sus sonrisas, concluyó – Y, a partir de ahí, todo salió solo y aquí tenéis el resultado.”

“¡Que es espléndido!” – exclamé

“Desde luego – ratificó Yolanda – Como bien comprendiste en tu momento, a lo que me refería la última vez que estuvimos aquí y te vimos luchando a brazo partido con el arroyo, es a que debías aceptar que no podías cambiar su curso. Aceptar que el arroyo es como es y que solo aceptando lo que es, pudiste comenzar a avanzar, a abrirte a otras posibilidades y, sobre todo, a apreciar la belleza que residía en la propia realidad que nos aceptabas. Una belleza escondida que habéis sacado ahora a la luz para que todos la contemplemos cuando vengamos a veros.”

El resto del día no fue sino reflejo de la hermosura y paz que emanaba de aquel huerto, de aquel arroyo, de aquel jardín. Pasear descalzos sobre la hierba, asomarnos al olor del rincón de la aromáticas, disfrutar del colorido de los parterres y del puente, acariciar las verduras y sentir como el pie se hundía levemente al pisar los surcos del huerto. Llegó el atardecer y, sentados en el velador, contemplamos en silencio el valle durante la puesta del sol. En fin, un día memorable.

Camino de casa, íbamos reflexionando en el coche sobre la importancia de la aceptación.

“¿Te diste cuenta como Carmen, al principio, dijo que Jose se había rendido?” – me preguntó Yolanda.

“Es verdad” – contesté.

“No siempre es fácil encontrar la diferencia entre rendirse y aceptar, entre resignación y aceptación. – reflexionaba mi compañera de vida – Incluso a mucha gente le resulta más fácil aceptar la resignación que la misma aceptación. Curioso lastre cultural que llevamos en nuestra mochila vital.”

“Sí – intervine – El pobre andaba ya incluso rumiando sobre lo que pudo ser y no fue en el pasado, obcecado en una batalla imposible, ciego ante lo que el propio arroyo le ofrecía.”

“Pero fíjate que Jose fue libre solo una vez que aceptó que había algo que no se podía cambiar, que escapaba a su control… Solo entonces encontró la libertad para crear, para decidir, para compartir. – Y mirando fijamente la carretera iluminada por los faros del coche, dijo – Sin aceptación no hay libertad, aunque nuestra mente nos presenta, una y otra vez, que aceptar es rendirse, resignarse e, incluso, en algunas ocasiones, acabar humillado.”

Una vez en casa recordé una lectura que había disfrutado tiempo atrás. Busqué en nuestra biblioteca el libro que buscaba y, una vez en la cama, me dispuse a releer algunas páginas sobre Epicteto, uno de los estoicos más renombrados, quien hablaba de la Dicotomía del Control. Para este liberto filósofo del siglo II dC, algunas cosas están bajo nuestro control y otras no lo están, incluso aunque podamos tener cierta influencia sobre ellas. Para Epicteto, salvo en situaciones de enfermedad mental, todas nuestras decisiones están bajo nuestro control, mientras todo lo demás en el mundo, no lo está. Por ello, afirma, solo debe preocuparnos lo que está bajo nuestro control y tratar todo el resto con ecuanimidad, como estado que nos permite mantener una actitud equilibrada y constante más allá de los eventos que nos presenta la vida, lo que hará que nuestra mente esté en calma y, así, estar atenta al momento presente.

Como recitó el teólogo y politólogo americano, Karl Paul Reinhold Niebuhr, desde el púlpito, un soleado domingo estival de 1943, durante un servicio religioso en Heath, Massachusetts, antes de que se imprimiera en centenares de miles de folletos para las Fuerzas Armadas durante la II Guerra Mundial:

Serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar,

fortaleza para cambiar lo que soy capaz de cambiar

y sabiduría para entender la diferencia.

 

Rafael Senén

Marzo 2020 – el mes de la pandemia.

 

 

 



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